Una Vida
Mateo Sánchez Ramírez
En el centro de Medellín había un hospital tan grande como su prestigio, reconocido por todos los habitantes por su excelencia y por su director: Santiago Benavente, un centenario doctor de presencia impertérrita y semblante vigoroso. Un hombre que a pesar de la edad había presenciado generaciones de pacientes y doctores, y al mismo tiempo se había sobrevivido a sí mismo.
Empezó su travesía en los años 40 mientras la guerra que se libraba al otro lado del mundo lo sacudía por igual; de la misma manera resistió la crisis social y el periodo de violencia que todavía le inspiraba tanto terror. La experiencia y el inagotable compromiso con su profesión lo llevaron a convertirse en el director del hospital en no mucho tiempo.
Ahora estaba muy viejo y cansado, sin muchos rostros familiares, puesto que la mayoría de estos murieron con el pasar de los años, y no faltaba mucho para su jubilación y posterior defunción.
Una mañana lluviosa nacieron muchos bebés; poco antes del siniestro, el anciano director fue a visitar a los que se encontraban en incubadoras. Les sonrió y les susurró unas palabras que la enfermera que se encontraba vigilando la habitación no pudo escuchar.
Cuando se disponía a regresar a su oficina, le sonrió a esta de la misma manera que lo hizo con los infantes.
—Eso es lo que necesitan todos los niños del mundo: una sonrisa sin palabras que no van a entender.
Pasados varios días, al hospital entró una mujer con el semblante demacrado, pidiendo ver a uno de los obstetras. Mientras el anciano director recorría los pasillos del tercer piso pudo escuchar a aquella mujer y su voz quebrada.
—Mi niño estaba bien, pero al otro día no hizo el menor ruido ni se despertó, después empezó a ponerse pálido.
Prefirió no seguir escuchando; más tarde le preguntaría al doctor que había ocurrido.
La misma enfermera que lo había visto antes, estaba preparando la habitación para recibir nuevos bebés. Cuando estos entraban, el anciano doctor apareció y acarició a uno de mejillas rosadas mientras lloraba.
Hubo una mañana en la que Benavente no asistió al hospital, y fue ese el día en el que todo empezó a ponerse de cabeza. Varias mujeres llegaban desconsoladas, buscando una respuesta a la repentina muerte de sus hijos. Ni los doctores ni los patólogos más preparados pudieron llegar a una resolución demostrable. Santiago Benavente se mostraba aterrado, y le fue imposible ocultar la desgracia a la prensa, alimentada por los continuos casos de bebés que morían días después de nacer en su hospital, siendo rápidamente clausurado a causa de la conmoción social. La Gerencia Médica terminó por decretar que la unidad neonatal quedaba suspendida hasta que se esclarecieran las poco aparentes defunciones de los infantes, siendo esto más un señuelo para acallar el desconcierto colectivo, en tanto que todos los estudios e inspecciones de posibles virus en el hospital determinarían de manera incontestable que la respuesta, de existir, era incompresible.
El caso no prosperó en la memoria colectiva, en veinte años la gente ya no recordaba el infortunio, y el anciano director, que se retiraba justo el día que se conmemoraba la veintena de la desaforada efeméride, parecía ser el único hombre que recordaba con sorpresiva lucidez todos los pormenores del suceso; sostenía que recordaba el sonido de las risas y el llanto de los niños; su dedo arrugado tocando el frágil rostro de uno de ellos; tenía la certeza de conocerlos como si fueran sus hijos, pero no sabía por qué.
En su casa desordenada esperó con la cabeza agachada a que las Moiras cortaran su larga y tormentosa vida; ya no quedaba un solo rostro que hubiera nacido antes que él, todos los que vivían en ese mundo tan extraño solo acudían a él por su fama de centenario eterno condenado a la vida. No le gustaban los espejos, en su casa solo había uno pequeño, destinado para cuando conviniera afeitarse. Ya casi no le crecía vello, su rostro caído le recordaba a la cara de un bulldog anciano, similitud que lo llevaba a la risa incontrolable, a la vez que lo inquietaba en la noche. Cómo era posible que después de años, décadas e incluso siglos, siguiera vivo y sin aparente indicio de cansancio.
El hospital se había convertido en una especie de centro asistencial de medicamentos: una farmacia en la que la gente llegaba sin ningún tipo de prescripción médica y solo bastaba con poner la mano sobre un escáner dactilar para que un dispensador metálico expulsase la medicación requerida. Le costó encontrar a un empleado de carne y hueso encargado del mantenimiento de los robots en la populosa recepción atestada de autómatas y algoritmos exactos.
—Disculpe señor, ¿necesita algo?
—Que bueno que la encuentro, me preguntaba si podía acceder a la historia clínica del
hospital.
—Esto ya no es más un hospital, pero para qué querría usted hacer eso.
—Verá, hace mucho tiempo, cuando esto todavía era un hospital, yo era su director.
Desafortunadamente, unos pacientes, recién nacidos de hecho, murieron en circunstancias extrañas que nunca se esclarecieron. Pero ahora creo que puedo resolver el misterio.
— ¿Eso hace cuanto fue?
— 1991.
La enfermera lo miró con desconfianza, este al ver que estaba a punto de negarle el objetivo de su empresa, sacó del bolsillo una antigua tarjeta en la que solo sobrevivían su nombre y su cargo.
—Sígame.
Entraron a un pasillo recto iluminado por reflectores a ambos lados que mostraban la evolución del hospital; desde su construcción al inicio de la Segunda Guerra Mundial, hasta el presente, en una Medellín desconocida y distante para el anciano doctor; donde los humanos eran objetos y los objetos eran humanos. Se pararon en frente de una computadora delgada; solo había un pequeño gabinete cilíndrico en la mesa (debía ser el corazón del equipo) y un monitor holográfico.
—Solicito todas las entradas en el sistema de “Registro clínico, año 1991”.
Los resultados aparecieron al instante.
— ¿Eran infantes hasta donde me dijo?
—Sí, eran todos bebés prematuros o con problemas respiratorios, todos estuvieron en incubadora.
La enfermera digitó una serie de valores en su teclado de bolsillo y le mostró todos los resultados al anciano. Empezó a leer las hojas amarillentas escaneadas mucho tiempo atrás; todos los nombres, todas las cuartillas de historia clínica habían estado siempre en su cabeza. Seguía recordando a los niños con sorpresiva lucidez.
—A todos estos los vi, los saludé, a unos cuantos los cargué.
—Pero señor Benavente, estos son documentos de hace más de tres siglos, cómo iba usted a vivir tanto.
—¿Qué año es?
La enfermera dudó ante la extraña pregunta.
—2329.
—¿Podría imprimir estos expedientes?
—Lo siento mucho pero el papel ya no se utiliza para esos fines.
—En todo caso muchas gracias—se volteó en dirección a la salida y no dijo nada más.
Creyó tener una respuesta al misterio. Luego de una larga caminata, logró encontrar un hospital que albergaba recién nacidos; la natalidad había disminuido a números ridículos. Había tres niños cada uno en una incubadora suspendida en el aire. La madre de uno de ellos se le acercó.
—Ya casi parecen en vía de extinción, ¿no?
—Así es—se acercó a uno de ellos y lo miró fijamente, sin realizar el menor gesto.
—Disculpe que me meta, pero, ¿cuándo les dan de alta?
—El mío sale en una semana—la mujer le sonrió, pero él no hizo lo mismo.
Volvió la semana siguiente; la mujer estaba en la recepción; su bebé está vivo y sano.
—Buenos días, ¿me recuerda?
—Creo que sí, ¿usted estaba en la sala de incubadoras?
—Así es. Venía a ver como estaba su hijo.
—Él está increíble. No quiero ser maleducada, ¿pero por qué se preocupa tanto?
—Hace mucho era doctor, y toda mi vida me había estado preguntando qué sentido tenía vivir, en especial por una tragedia que ocurrió en el hospital que dirigía—Le conto la
historia lo mejor que pudo.
—¿Entonces nunca supieron por qué morían los bebés?
—No, nunca hubo respuesta a esa pregunta—la invitó a un café y se despidió al caer la tarde.
Su casa estaba como siempre: atrapada en una época diferente, en donde ya ningún aparato funcionaba. Se tumbó en su cama sin quitarse los zapatos; en el techo imaginó un tapiz que contenía todos sus recuerdos. Decidió que lo mejor era olvidarse de todo, incluso de la hora final. El disparo fue rápido y certero. Nadie en toda la manzana lo escuchó o nadie creyó escucharlo. El cuerpo se mantuvo ahí hasta que un periodista que había programado una entrevista lo encontró.
El hombre más longevo de la historia, quien siempre intentó mantenerse en secreto, se llevó el secreto de una vida con la capacidad de acabar con todas. Los periódicos le dedicaron un pequeño prontuario en la nota, haciendo especial énfasis en un siniestro que nunca tuvo respuesta.